ferranrequejo publicat el 21-April-2011 12:01
En la historia de la ciencia hay experimentos famosos. Uno de ellos está relacionado con la discusión sobre si la luz consiste en ondas o partículas. A finales del siglo XVII, Newton sostenía que la luz era de naturaleza corpuscular frente a la concepción ondulatoria de sus contemporáneos Hooke y, sobre todo, Huygens, quien en su Traité de la lumière (1690) interpretaba la luz como pulsaciones en un medio etéreo, pero sin hablar aún de la existencia de interferencias. Estas últimas vinieron asociadas a los experimentos de Thomas Young, físico inglés de finales del siglo XVIII. Proyectando la luz de una vela a través de un pequeño agujero mostró la presencia de franjas claras y oscuras. Young entendió el fenómeno como la interferencia producida por ondas lumínicas, las cuales a veces se suman, mientras otras veces se anulan entre sí. Posteriormente repitió el experimento con dos rendijas, con parecidos resultados. La naturaleza ondulatoria de la luz quedó muy reforzada (a principios del siglo XX, Einstein la complementó revalorizando la teoría corpuscular para explicar el efecto fotoeléctrico).
Analógicamente, podemos decir que en el mundo de la política existen también constantes “interferencias” entre distintos valores, intereses e identidades que se yuxtaponen o se contradicen entre sí. Ello no tiene nada de extraño, pues la teoría política occidental –desde la época Tucídides, los autores trágicos y la primera sofística- nació como una reflexión sobre esas tensiones e “interferencias” que resultan tan inevitables empíricamente como racionalmente irresolubles. En su Orestíada, Esquilo, por ejemplo, contrasta dos concepciones de la justicia, una basada en la tradición y otra en la ley actual de la colectividad. En Antígona, Sófocles contrapone las ambivalencias de unas leyes no escritas, pero de obligado cumplimiento moral, con la obediencia a las leyes vigentes en un orden político concreto. Y Eurípides (Electra, Medea) nos alerta de los peligros de las concepciones únicas sobre la legitimidad de la convivencia política. Las tensiones políticas solo se resuelven de forma parcial y provisional, y siempre arrastran un inevitable componente trágico: cualquier opción implica alguna pérdida, se decida lo que se decida hacer.
En las democracias contemporáneas se dan interferencias entre distintas perspectivas políticas y morales. Puede decirse que en ellas existen varias “rendijas” teóricas por las que pasa la luz de los discursos con vocación legitimadora, produciéndose interferencias prácticas ente los valores y objetivos de cada rendija. Las más decisivas son las de carácter “liberal”, “democrático” y “nacional”.
Por un lado, la rendija “liberal” deja pasar conceptos y valores como los derechos, la separación y división de poderes, las elecciones competitivas y el constitucionalismo, pero también una perspectiva institucional elitista, así como una actitud de carácter homogeneizador respecto al pluralismo cultural, lingüístico, étnico, etc, interno de las sociedades contemporáneas. Las sombras normativas del liberalismo están en lo que no dice, pero hace: tratar a los individuos y a los grupos concretos de forma desigual en nombre de la igualdad. Por otro lado, la rendija “democrática” se aviene bien con valores como la participación política, el principio de mayoría, el control “popular” del poder, si bien también arrastra una sensibilidad mucho menor hacia los derechos, la separación y división de poderes, o la protección de las minorías. La evolución de los estados contemporáneos muestra las tensiones e interferencias existentes entre estas dos perspectivas, que apuntan a valores y objetivos distintos y en parte contradictorios entre sí. Este ha sido un tema clásico de la teoría política contemporánea. El resultado práctico han sido las democracias liberales actuales, unos productos históricos de aluvión, podríamos decir, en el que siguen presentes las interferencias legitimadoras entre la “luz” que dejan pasar las rendijas liberal y democrática.
Finalmente, la rendija “nacional” establece cuál es la colectividad básica de referencia en la que se aplican o debieran aplicarse las lógicas liberal y democrática. Paradójicamente, este es un tema mucho menos analizado. Resulta sorprendente que la mayoría de las teorías de la democracia no ofrezcan una teoría del demos legítimo. Prácticamente ninguna responde a la pregunta sobre cuál debe ser dicho demos, ni quien debe establecerlo, o si pueden existir varios demos en una democracia. No hay teorías elaboradas sobre las fronteras legítimas. Los enfoques que responden estas preguntas no son los liberales ni los democráticos, sino los nacionalistas: el demos lo forma la nación. Y todos los estados son nacionalistas. Pero en contextos plurinacionales se dan nociones y valores contradictorios sobre la nación, que producen nuevas interferencias entre las concepciones que pasan por las rendijas liberal, democrática y nacional. Y parece perfectamente legítimo que los demos de naciones actuales que no cuentan con un estado propio, como Escocia, Quebec o Cataluña reclamen la construcción de una democracia liberal propia. El derecho a la secesión de colectivos nacionales forma parte de un refinamiento moral e institucional de las democracias liberales “avanzadas”. Y en eso estamos. Un tema que va ir a más en las sociedades plurinacionales del siglo XXI.