ferranrequejo  publicat el   01-diciembre-2010 04:47
 
        
 
        
 
El  mundo está cambiando y con él cambia nuestra mirada. Cuando eres niño  las cosas te parecen tan extrañas que casi nada te sorprende. Cuando te  haces mayor, en cambio, puede pasarte lo contrario: cuesta que te  sorprendas, incluso de lo que resulta inesperado. Diversos indicadores  muestran que estamos en un mundo en transición. Lo viejo, el orden de  finales siglo XX, está dejando de existir, pero el tablero del siglo  actual aún no muestra contornos precisos. Desde el final de la guerra  fría asistimos a cambios en el tipo y composición de las relaciones  internacionales. Militarmente el mundo actual sigue teniendo un centro  de gravedad de carácter unipolar: EEUU representa el 43% del gasto  militar mundial –aunque ello solo le supone un 4’7% de su PIB. Además,  la continuidad estable de la OTAN consolida una aparente posición de  fuerza del bloque “occidental”. Pero también se observa tanto una  creciente presencia de importantes actores emergentes, como una  proliferación incontrolada, bastante anárquica, de mercados financieros  que “atacan” la estabilidad internacional. En medio se encuentran  algunas instituciones, como la ONU, el FMI o el Banco Mundial, así como  un G-8 y un G-20 que, en general, se muestran mucho más mediáticos que  efectivos en su sueño de establecer una gobernanza global. 
 
La  civilidad asociada a unas instituciones políticas internacionales  propiamente dichas aún está por nacer. Tucídides, el primer politólogo  de la historia del que tenemos noticia, ya advertía a finales del siglo V  a. C., que la civilización siempre se esforzará en controlar y reprimir  la barbarie, aunque nunca podrá erradicarla. Aquello que se echa en  falta en el ámbito internacional, más que su democratización, es una  institucionalización similar a lo que son los estados de derecho en el  ámbito doméstico.
 
¿Y  la Unión Europea? En el “haber” de la UE siempre quedará haber tenido  éxito en dos objetivos: 1) haber establecido y garantizado la paz entre  los estados europeos occidentales a partir de la segunda guerra mundial,  y 2) haber propiciado una integración económica entre sus miembros  –algunos de los cuales comparten actualmente una moneda única. Además,  se trata de una realidad que puede presumir de un sistema de bienestar  firmemente comprometido con los valores democráticos, con el respeto de  los derechos humanos, y de ser el mayor contribuyente para la  cooperación al desarrollo. Pero estos logros, con haber sido y seguir  siendo importantes, resultan hoy muy insuficientes si se quiere que la  Unión sea un actor político relevante. 
 
La  UE debiera ser en estos momentos una locomotora política de última  generación. Sin embargo, en el grupo de los principales dirigentes  europeos se constata que, en términos prácticos –más allá de las  declaraciones retóricas a las que la UE está siempre tan apegada- nadie  parece creer ya en el proyecto europeo. Actualmente resulta fácil  ningunear a Europa por parte de los principales actores globales.  Incluso reírse de ella y del contraste entre sus ínfulas de superioridad  moral y su evidente inoperancia política en el ámbito internacional.  Cuando no dispones de una política exterior y de defensa propias, más  bien te tornas un actor “diplomático”, es decir, secundario y, por ende,  prescindible. Diversos índices reflejan una pérdida relativa de peso  político y económico global. El centro de gravedad mundial hace años que  ha dejado de estar en el Atlántico para desplazarse al Pacífico. Pero  Europa sigue ensimismada. Sus cambios institucionales (Tratado de  Lisboa) resultan poco contundentes y efectivos. No ponen las bases para  un futuro sólido. Parece que Shakespeare estaba pensando en la UE actual  cuando tituló a una de sus comedias “Much Ado About Nothing” (mucho  ruido y pocas nueces).
 
Pero  más allá de las claras insuficiencia de la UE como actor global, ¿quién  está actuando, incluso pensando, en lo que la UE debería ser y hacer en  el ámbito doméstico e internacional hacia el 2025? ¿Cuáles son los  objetivos estratégicos a medio plazo? En las instituciones europeas se  detecta un vacío que convierte en aún más hueca la retórica  institucional sobre la “unidad en la diversidad”. Ni la “unidad” de  acción se percibe en los momentos decisivos en los foros  internacionales, ni la “diversidad” europea real ha recibido la atención  y acogida que merece en el marco institucional de la UE.
 
Se  están perdiendo unos años clave que al final pueden ser decisivos en  términos estratégicos y de legitimidad. La UE actual no sabe hacia dónde  va. Ni siquiera parece saber hacia dónde quiere ir. Incluso el (en la  forma) moderado informe del Grupo de Reflexión en el que participó  Felipe González (mayo 2010) es un claro grito de alerta. Si alguien no  da un golpe de timón, la UE se encamina a una creciente decadencia  indolora. Si no reacciona seguirá la senda de un elegante suicidio por  inanición. No se trata de ver el vaso medio vacío, sino de constatar que  ya no se trata solo de tener un vaso. El europeísmo necesita una  urgente puesta al día. Tanto en política interior como, sobre todo, en  política exterior.
 
El  mundo de está transformando aceleradamente. Pero la UE es actualmente  una realidad política sin proyecto, sin modelo, sin liderazgo. Un  “clíper” en un mundo de barcos a vapor que, siguiendo lo dicho en la  “Alicia a través del espejo” de Lewis Carroll, ni siquiera parece  avanzar para procurar mantenerse en el mismo sitio.