(A la fotografia adjunta: Gaziel)
El fenómeno de la “desafección” ciudadana respecto a la clase política está presente en prácticamente todas las democracias. En los últimos quince años se percibe en las encuestas de opinión y en el comportamiento electoral un creciente distanciamiento de las poblaciones occidentales respecto a sus gobiernos –sean de derecha o de izquierda, si bien ello no cercena el apoyo a la democracia. Por lo menos de momento. La desafección se ha acelerado en los últimos años, y la crisis económica la refuerza. No son buenos tiempos para la política.
Hoy estamos, además, en un momento de perfil bajo en prácticamente todos los escenarios cercanos de gobierno: tanto en la Unión Europea y en el gobierno central como en el gobierno catalán se percibe una clara falta de modelo, de proyecto y de liderazgo.
Hay factores comunes que inciden en la desafección actual de las democracias, pero otros son propios de cada una de ellas. En nuestro contexto, se detecta un desasosiego teórico y un desapego práctico hacia los políticos. Estos últimos incluso aparecen hoy como uno de los principales “problemas” sociales. Sin embargo, ello no significa que crezca la despolitización. De hecho, la sociedad catalana está hoy más politizada que solo cinco años atrás. La subida del independentismo, por ejemplo, es un indicador que indica a la vez desafección y politización. Se percibe un hartazgo en importantes sectores de la población tras el decepcionante resultado de una reforma estatutaria que no ha transformado en profundidad la posición de Cataluña en relación a España, Europa y el mundo.
Podemos resumir en cuatro los objetivos que se pretendían encauzar con dicha reforma: 1) el reconocimiento legal de la realidad nacional diferenciada de Cataluña; 2) la ampliación y, sobre todo, la protección constitucional del autogobierno de las constantes invasiones del poder central; 3) el establecimiento de las bases de un modelo de financiación equitativo y eficiente que rompiera las premisas de expolio económico de los modelos anteriores; y 4) conformar unas relaciones básicamente bilaterales con el poder central que no diluyeran el autogobierno en el conjunto indiferenciado de 17 comunidades y dos ciudades africanas dotadas de autonomía. El resultado final ha sido decepcionante en los puntos 1) y 4), mientras que la protección del autogobierno se vislumbra precaria, y los resultados del modelo de financiación están aún por verse (hay solventes análisis críticos sobre la cuestión). Y la decisión del TC sigue en el horizonte de la profundización de las amenazas institucionales. La conclusión es que también después del nuevo Estatut la posición de la Generalitat sigue siendo política e institucionalmente débil.
Ante esta situación cabe preguntarse qué tipo de gobierno conviene más en la actualidad a los ciudadanos catalanes, y qué tipo de actuación resulta exigible a los representantes de los partidos catalanes en la política española y europea. Cataluña, como entidad nacional, necesita recuperar el orgullo colectivo, debe volver a ser un país de primera. Para ello requiere propuestas de alcance, liderazgos claros, gobiernos sólidos. Un panorama muy distinto al de las meras declaraciones y ataques partidistas hoy habituales en una clase política más atenta a la crítica del adversario que a ofrecer ideas, propuestas y estrategias que refuercen al país.
Personalmente, creo que hoy no resulta inteligente propiciar que a la debilidad institucional de Cataluña se le añada un gobierno de la Generalitat también débil. La repetición del tripartito o un gobierno de CiU en minoría volverían a ser opciones políticas débiles –con independencia de los aciertos de ambos en conselleries concretas (economía, cultura, bienestar social, educación, etc). Cataluña necesita gobiernos fuertes y con programas ambiciosos que se atrevan a tomar decisiones en términos nacionales. Unas decisiones que los gobiernos débiles no toman, y que si quieren ser efectivas estarán al borde de la legalidad (en infraestructuras, economía productiva, investigación e innovación, acción exterior, etc). Decisiones que permitan participar a las instituciones, empresas, asociaciones y ciudadanos en términos competitivos, no ya en esta Europa errática y que se ha quedado pequeña, sino en un mundo crecientemente interconectado. Los objetivos deben ir bastante más allá del simple “desarrollo del Estatut”. La política actual exige una mayor ambición y radicalidad en las acciones de gobierno.
Otro indicador del bajo perfil político actual es la actuación de parlamentarios catalanes en el Congreso español. En el parlamento central debería notarse la actuación no solo de los diputados de CiU, ERC e ICV, sino también de los del PSC, que son bastantes más que todos los anteriores juntos. Los 25 diputados del socialismo catalán deberían jugar un papel decisivo en la política española, pero no se les nota su procedencia. Quedan mudos en el magma del grupo socialista. Por ahí no vamos bien. La transversalidad de país debería estar presente tanto en el gobierno de Cataluña como en las actuaciones de los diputados catalanes. De todos ellos.
La política en general necesita recuperar su aspecto más noble. Y la política catalana necesita recuperar prestigio y, sobre todo, ambición en sus perspectivas de futuro para las nuevas generaciones. La debilidad institucional exige unidad política y estratégica. En caso contrario la posición relativa de las instituciones catalanas irá debilitándose aún más en los próximos años.
Ferran Requejo es catedrático de ciencia política en la UPF y coautor de Desigualtats en democràcia, Eumo 2009